Había en un
país un rey amante de la pintura y la naturaleza que quiso poseer el más bello
cuadro que pudiera hacerse de los paisajes de su reino. Para ello convocó a
cuantos pintores habitaban aquellas tierras, y una mañana los guió hasta su
paisaje favorito.
- No
encontraréis una imagen igual en todo el reino - les dijo-. Quien mejor la
refleje en un gran cuadro tendrá la mayor gloria para un pintor.
Los
artistas, acostumbrados a dibujar los más bellos parajes, no encontraron el
lugar tan magnífico como el mismo rey pensaba y, viendo que su fama y su gloria
no aumentaría, se propusieron resolver el encargo rápidamente. Todos tuvieron
sus cuadros listos a media mañana, excepto uno, que a pesar de pensar lo mismo
que sus compañeros sobre el paisaje, quiso pintarlo lo mejor posible. Puso
tanto esmero en su trabajo, que al caer la tarde, cuando llevaba ya algunas
horas pintando en solitario, apenas había completado un pedacito del lienzo.
Pero
entonces ocurrió maravilloso. Al ponerse el sol, las montañas crearon un
increíble juego de luces con sus últimos rayos y, ayudadas por los reflejos del
agua en un río cercano, un extraño viento que retorcía las nubes y los variados
colores de miles de flores, dieron a aquel paisaje un toque de ensueño
insuperable.
Así pudo entonces el pintor entender la predilección del rey por aquel lugar, y
pintarlo con su esmero habitual, para crear el más bello cuadro del reino.
Y aquel
laborioso pintor, que no era más hábil ni tenía más talento que otros, superó a
todos en fama gracias al cuidado y esmero que ponía en todo cuanto hacía.
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