Un día que el agua se encontraba en el soberbio mar sintió el caprichoso deseo de subir al cielo. Entonces se dirigió al fuego y le dijo:
– “¿Podrías ayudarme a subir más alto?”.
El fuego aceptó y con su calor, la volvió más ligera que el aire, transformándola en un sutil vapor. El vapor subió más y más en el cielo, voló muy alto, hasta los estratos más ligeros y fríos del aire, donde ya el fuego no podía seguirlo. Entonces las partículas de vapor, ateridas de frío, se vieron obligadas a juntarse, se volvieron más pesadas que el aire y cayeron en forma de lluvia. Habían subido al cielo invadidas de soberbia y recibieron su merecido. La tierra sedienta absorbió la lluvia y, de esta forma, el agua estuvo durante mucho tiempo prisionera en el suelo, purgando su pecado con una larga penitencia.
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